Circulan en algunos medios arremetidas contra la regulación a cargo de la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (Aresep), desde trasladar sus funciones a instancias políticas hasta desaparecerla.
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Quizás, en algún grado, se puede estar de acuerdo con las críticas. La regulación económica funciona adecuadamente solo cuando está libre de captura regulatoria, entendida como el grado de control o influencia de algunos regulados, generalmente con gran capacidad de ejercer presión política o social sobre quienes toman las decisiones, especialmente, en la fijación de precios y tarifas .
En los últimos años se ha visto con mayor frecuencia algunos síntomas preocupantes de un posible recrudecimiento de este mal. Varias decisiones tomadas son confusas y dan pie para sospechar de la carencia de fundamentos técnicos o jurídicos claros. Si a eso se agrega la presión política ejercida, de manera directa o indirecta por mandos políticos ajenos a la Aresep, hay espacio para maliciosas conjeturas. En algunos casos, estas decisiones parecen más arte de birlibirloque que un ejercicio de regulación técnica, científica y responsable.
La mayor tentación de los políticos es tratar de interferir en los mecanismos de regulación, tanto para ganar el favor popular cuando ciertas decisiones afectarán su imagen o popularidad como para no arriesgarse a perder el beneplácito de algunos adjudicatarios de servicios públicos.
Esto abre espacio para caer en prácticas deleznables. El cabildeo de los grupos de interés, el intercambio de favores y la captura de autoridades políticas son elementos de presión indebida claves. Y, peor aún, si estos son prolives a congraciarse con ellos o hasta a formar parte de su círculo de allegados.
Imperfecciones de la ley
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Debe reconocerse que, en buena medida, parte de las fallas criticadas provienen de las propias leyes (la 7593 y otras suplementarias), las cuales, en algunos casos, amarran a los reguladores. Ejemplo de esto fue la reciente controversia sobre la fijación de las tarifas de revisión vehicular. La Aresep, en ese caso, se limitó a aplicar lo ordenado por la ley.
La Ley 7593 contiene elementos limitantes del esquema regulatorio de los servicios públicos. Hay dos principios obsoletos que impiden alcanzar una regulación moderna: el respeto del “servicio al costo” y, otro peor, la obligación del regulador a “garantizar el equilibrio financiero de los prestadores”.
Estos dos principios, además de prestarse posiblemente para la indebida manipulación de las variables utilizadas, impiden la creación de incentivos para una mejora de la eficiencia del servicio, o si se da, sus beneficios no alcanzan a los usuarios.
Ante este oscuro panorama, a muchos les parece lógico clamar por poner un candado a la regulación y dejar a los adjudicatarios cobrar las tarifas a su gusto y conveniencia. Pero esa es la solución del tipo “vender el sillón”.
En el mundo ideal, los precios, cantidades y calidades deberán determinarse en un mercado competitivo, libre de distorsiones, donde los intereses de los usuarios cuentan tanto como los de los adjudicatarios. conveniente, es imposible para la mayoría de los servicios públicos, con frecuencia, por condiciones inherentes al servicio.
En un tiempo se creyó que encargar al Estado la prestación de esas actividades, en las cuales el poder monopolizador es inevitable, sería una solución óptima, al no mediar afán de lucro. Desafortunadamente, la experiencia de muchas décadas y en todo el mundo surgió el fracaso rotundo de esa solución. Los monopolios estatales resultan tanto o más dañinos que los privados. El objetivo de maximizar beneficios se sustituyó por otros más distorsionadores.
ordenamiento necesario
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La regulación económica debe existir, sí o sí, mientras los adjudicatarios tengan la posibilidad de ejercer algún grado de poder monopolizador sobre sus actividades. Sin regulación, los grandes perjudicados serían los usuarios o consumidores, reglamentariamente desorganizados e indefensos. Se les obligaría a pagar más caro o recibir menos servicio o de calidad inferior. Por ello, una de las funciones primigenias del Estado es tutelar la defensa contra esos varones.
Hasta cierto grado, entiéndase, cuando no haya captura regulatoria, una regulación imperfecta será siempre preferible a la grosera manipulación de precios, cantidades y calidades de los servicios prestados.
No puede pensarse en una regulación a cualquier costo, al punto de influir significativamente en las tarifas. Esta debe ser razonable. Pero estrangular la regulación, como hicieron recientemente los legisladores, u otorgar privilegios indebidos a los adjudicatarios ocasiona la merma en la capacidad de ejercer una buena regulación, facilita mayor captura por parte de los reguladores y promueve la influencia política en las decisiones.
Por tanto, la solución está muy lejos de ser el cierre de la Aresep. Más bien, la legislación debe mejorar sustancialmente para permitir modelos regulatorios más avanzados; cambiar las reglas para alejar la capacidad de influencia de las autoridades políticas en procesos y decisiones técnicas; y, principalmente, eliminar toda posibilidad a los adjudicatarios de los servicios de influir en las decisiones regulatorias.
Es imperativo modificar los principios y normas regulatorias, entre ellas, cambiar la forma de elegir a las autoridades superiores y los mandos medios de la Aresep, mejorar los instrumentos sancionatorios por incumplimientos del servicio y modificar el entorno judicial de la regulación para evitar fallos equivocados de altísimo costo para los usuarios.
Las autoridades promotoras de la competencia deben tener potestades para intervenir en los servicios públicos. La Defensoría de los Habitantes debe recibir el mandato de intervenir, con poder suficiente, cuando las decisiones de la Autoridad Reguladora sean arbitrarias. De no hacerlo, o actuar con impericia, debe conllevar consecuencias para los defensores.
También es necesario empoderar a los usuarios, mediante el reconocimiento formal de asociaciones para ejercer sus derechos, especialmente en las audiencias públicas. Estas deben ser reubicadas al momento procesalmente oportuno, previas a la toma de las decisiones tarifarias u operativas determinantes de las tarifas. Solo así esta exigencia legal tendrá algún sentido, pues en la forma actual resultará sumamente onerosa, no despiertan interés de los usuarios y no cumplen ningún papel.
¿Habrá suficiente interés político para llevar a cabo estos cambios o es simplemente un sueño de opio?
El autor es economista.