Los nacidos en 1948, digamos, si teníamos pasión por Latinoamérica, vivíamos en Canarias, Madrid, Cádiz o Buenos Aires, por nombrar algunas de las capitales del mundo, teníamos entre nuestros amuletos los viejos ejemplares de Granma o de Bohemia, las fotografías sonrientes de Fidel Castro con la paloma pegada a los hombros, o la mucho más severa de Che Guevara con ese adhesivo que luego parecería sarcasmo: «Hay que endurecer pero no perder nunca la ternura».
Éramos, al menos los que vivíamos cerca de los muelles canarios, activos procubanos, que desde que el comandante en jefe ganó la batalla de La Habana nos pusimos a disposición de sus ideales, aunque nadie nos conocía entre nosotros. esos malecones.
En mi caso, yo era un adolescente, casi periodista, que tenía un vecino, Paco Casanova, que se había confiado a Fidel como si fuera su supuesto hermano.
Fue él quien me reclutó a la fe castrista (Castro, no Guevarista) y me hizo ser su cómplice en el traslado de envíos masivos de drogas los barcos que venían de Cuba, iban a África y pasaban por Santa Cruz de Tenerife.
Fidel Castro, con Camilo Cienfuegos (derecha) y Ernesto Che Guevara, durante un discurso en La Habana el 8 de enero de 1959. Foto: AFP
En la parte superior de esos barcos, los marineros, que en última instancia eran soldados que hicieron los africanos y regresaron a la Patria, nos dieron libros y nos invitaron a arroz con huevos fritos, y nos hablaron en voz baja sobre los logros de la Revolución, que para nosotros fue sacrosanta, emblema sobre el que volamos como chicos recién egresados de la universidad del castrismo.
En uno de esos viajes, durante los cuales el Che fue asesinado de manera dramática en Bolivia, un marinero llamado Camps me regaló un libro de Proudhon que tomé para siempre como un tesoro, aunque lógicamente lo que había sucedido en Bolivia dominaba el espíritu del barco y sus altavoces.
Para ese mediodía, cuando íbamos a continuar a bordo, se había anunciado un discurso del comandante en jefe en honor al soldado muerto en una de sus incursiones a las montañas bolivianas.
La inédita y sorprendente protesta contra el gobierno comunista de Cuba, el domingo 11 de julio. Foto: AFP
Su muerte ya había sido confirmada por agencias internacionales, y había visto el pie descalzo del Che, con una señal de su identidad, en la última página del viejo periódico. CiudadQue, como el franquismo en general, encabezado por el compatriota de Fidel, Francisco Franco, respetaba mucho a la República de Cuba, quienquiera que la tuviera a su cargo.
Cuba ya era una dictadura, como aquella España fascistaPero Cuba, nuestra Cuba, era el centro de una revolución y esa revolución nos había conquistado como militantes sin lugar a dudas.
El discurso de Fidel fue frío como un telegrama, y nosotros, tan Fidelistas, pero seguramente mucho más Fidelistas que Guevara, seguramente sentimos que así tenían que manifestarse los héroes, fuertes, siempre adelante, sin dar un paso atrás hasta la victoria final.
Una calle de La Habana, en una imagen de marzo de 2018. Foto: AFP
Revolución y literatura
En ese momento mi jefe del siglo, por así decirlo, Paco Casanova, trajo a mi casa un libro que, sin saberlo, ese buen boticario viajero contaminó mis recién conquistados genes revolucionarios.
El libro era cubano, pero no era una arenga, sino una descripción sincopada, sintácticamente impecable de lo que había sido el precursor de esa pelea que terminó con la paloma posada sobre los limpios hombros del comandante.
«Tanto en la paz como en la guerra», ese era el título, era un conjunto de cuentos escritos por un novelista en ciernes llamado Guillermo Cabrera Infante. Era una escritura de sal, hecha no para construir héroes sino para dar cuenta de las diferentes etapas de la lucha; como habría dicho el poeta español José Hierro, “sin vuelo en el verso”.
Ese libro, que guardo, me conmovió porque era literatura y no arenga ni burla, y luego resultó decisivo para mi manera de seguir amando a Cuba de otras formas, porque me seguía alejando del culto (noche y día) y me enseñó a leer Cuba con otros ojos.
El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante en una imagen de 2004. Foto: EFE
Denuncias y exilio
Aquellos ojos se agrandaron, porque Cuba no era sólo esa revolución en marcha, ni sus consignas; Comenzaron a llegar noticias que implicaban al propio Cabrera como el culpable, entre otros, de una película llamada PM, que era una simple narración filmada de una noche en el trópico.
Como no era del gusto del régimen que tanto habíamos querido, algunos de sus líderes, entre otros el hermano de Guillermo y el propio Cabrera, fueron apartados y enviados a diversos grados de exilio.
Cuando finalmente apareció en España la novela «Tres tristes tigres», que leí como graduada de bachillerato, acostada en una cama que parecía un milagro en la que se dibujaba La Habana de noche, Cuba ya se había desvanecido como destino de nuestros viajes con medicamentos .
Apareció el caso Padilla, la evidencia de que Cuba no era más que un espejismo, y aunque nos avergonzaba decirlo, ya no éramos revolucionarios de esa revolución. Eso es triste hasta hoy.
La procesión que acompañó al cuerpo de Fidel Castro antes de su entierro, el 4 de diciembre de 2016. Foto: EFE
Algún tiempo después, en Londres, incluso el amado escritor en medio de los vapores de un ataque de nerviosConocí a Guillermo Cabrera Infante, quien me saludó sin palabras en la ventana pineal de su casa en Gloucester Road.
Su esposa, la curiosa y cariñosa Miriam Gómez, quien fuera la actriz de la película Historias de la Revolución, hizo todo lo posible por hacernos entender los silencios de su marido. Hasta que, tiempo después, volvió a hablar.
Todavía nos parecía que era un contrarrevolucionario, cuya literatura amamos pero cuyas ideas desconfiamos. Hasta que yo mismo estuve en Cuba y pude tocar, con los dedos de mi alma helados de frío, la realidad de la isla, una dictadura totalitaria, una cheka sin paliativos, que nada tenía que ver con los ideales que se secaban incluso en el pelaje de las palomas.
Portada del diario oficial cubano Granma, tras la muerte de Fidel Castro, el 25 de noviembre de 2016. Foto: AFP
Poco después de conocer a Guillermo, leí un libro, Nicaragua tan violentamente dulce, de Julio Cortázar, publicado en 1983, en el que el gran cronopio nos advertía lo malo que era golpear a Cuba.
Queremos tanto a Julio y no habíamos entendido a Cabrera Infante, podía pensar con voz confusa o agujereada en la memoria.
Lejos de mi intención la fatal manía de comparar, pero me permitirán advertir a quienes todavía, como nosotros en illo tempore, amaban lo que decía Fidel o sus distintas clases de marineros.
Era mentira entonces, y aunque el querido Julio lo negó, es mentira ahora mismo, para vergüenza de las ilusiones que fueron la luz (ya apagada, oh) de nuestras primeras vidas.
A Guillermo le gustaba citar esta frase de Lewis Carrol («Me gustaría saber de qué color es la luz de una vela cuando se apaga»). En Cuba hace mucho tiempo se apagó la luz que buscábamos en la noche de los barcos.
Fuente: Clarin.com