En El fulgor, la subjetividad corresponde al cuerpo. Y más concretamente, para cuerpos masculinos:
Su actividad, su impulso, su movimiento, su fuerza.
Nuevo especial de la mañana
Déjame intentarlo, a riesgo de fallar. El fulgor, la película más reciente de Martín Farina, se comporta como una fuerza inquieta, difícil de manejar. No se deja domar por las palabras, porque sus imágenes tienen un poder resbaladizo (más cercano a la sensación que al concepto). Tampoco acepta adscripciones dentro del ecosistema del cine argentino, porque se sale de los caminos que durante años han marcado festivales y guías de turismo audiovisual. Sin luces de neón ni instrucciones para la traducción, que hacemos con una película como El fulgor; una llamada imprecisa de la noche, ahora el grito de un lobo y ahora los susurros del viento?
Reconocer lo que niega las categorías a veces nos obliga a ubicarnos en el punto exacto donde se produce el roce. Las bucólicas escenas que abren la película de Farina, con su paisaje rural habitado por hombres matando vacas y niños cazando pájaros, pueden hacer referencia efímera al escenario rural de La libertad (la mítica película de Lisandro Alonso que consagró el minimalismo observacional y que sus herederos, conocedores o no, continuó imitando incluso después de que él mismo reconoció su agotamiento). Pero, a diferencia de quienes experimentan la duración real del tiempo, Farina se inclina hacia la composición fragmentaria.
Sus aviones nos dejan antes de tiempo, sin que podamos comprender del todo las acciones. Los cuerpos (de hombres y animales) aparecen en pedazos (literalmente, descuartizados a lo largo de los bordes de la pintura). Y la asociación entre las imágenes se produce de forma misteriosa, evitando casi siempre la causalidad o la alegoría transparente: los hombres y niños que exprimen la carne picada son seguidos por una pequeña araña que teje su tela en el horizonte.
Estos primeros minutos van recorriendo la experiencia de un día en el campo. Hay un mundo humano que se funde con la naturaleza. Y hay una actividad corporal que se convierte en la materia prima del disco: empuñar la escopeta, cortar los pellejos de la carne cruda, escurrir la vaca muerta hasta llenar los baldes de sangre. Sin la dimensión del tiempo real, esta experiencia no se presenta bajo un halo de objetividad. Condensa algo de carácter subjetivo, que nada tiene que ver con la primera persona que domina una parte del documental argentino contemporáneo (desde sus expresiones más creativas, como Caperucita Roja de Tatiana Mazú, hasta las que reposan narcóticas en los archivos familia, como Esquirlas de Natalia Garayalde). En El fulgor, la subjetividad corresponde al cuerpo. Y, más concretamente, a los cuerpos masculinos: su actividad, su impulso, su movimiento, su fuerza. Todos estos aspectos toman la materialidad de la película y le imprimen una temporalidad singular (siempre desplazada, como un hueso que se sale: entre el sueño y la realidad, entre el campo y la ciudad).
El resplandor se podrá ver a partir del jueves 19/05, en el Cineclube Municipal Hugo del Carril.
Uno de los primeros saltos se produce cuando las imágenes rurales se ven interrumpidas por pequeñas escenas en el interior de un baño de hombres. Allí, los chicos se desnudan, se duchan y se cambian de nuevo. De fondo, el crujido mecánico de las fábricas da paso a una orquesta sinfónica. Toda la escena deja ver la piel desnuda y los cuerpos esculturales de los hombres como si de un espectáculo de diversión se tratara: ¡contigo la pierna carnosa! tronco mojado! el paquete de cambio!
El hecho de que estas imágenes conduzcan posteriormente a una escena carnavalesca no sólo acentúa esta espectacularidad, sino que también produce un contraste con los pasajes rurales, de los que parece diferenciarse como si se tratara de una dimensión paralela. Es casi un sueño, en el que los elementos del paisaje (desde los cuerpos monumentales hasta las plumas de los pájaros y la figura de los caballos) se mueven y adquieren otro tipo de existencia. El éxtasis que Farina logra suscitar en sus bailes, con una ejecución siempre a la altura de su desbordante ambición, amplifica esa imagen del carnaval como lugar de subversión: un espacio-tiempo suspendido, en el que los cuerpos de los hombres se liberan. , se frotan entre sí.
La culminación de esta conexión: la imagen de un hombre que desgarra carne cruda se vincula con la de un hombre que se pone un cinturón de perlas para el carnaval. En cada caso, Farina escenifica un tipo de producción: la de la carne y la de la fiesta popular, donde también los cuerpos producen distintas formas de masculinidad. La virilidad exacerbada del hombre que domina la naturaleza, en primer lugar. Y la suave masculinidad del hombre que monta después un espectáculo: con sus ojos de lince delicadamente pintados, sus piernas carnosas cubiertas de crema, su espalda de titanio bañada en brillo.
Lo verdaderamente radical de esta observación consiste en no detenerse en la distinción que separa estos mundos, sino en insistir en el carácter construido que ambos comparten. Así, la relación con la naturaleza y los ritos de dominación masculina se revelan como una pose (o, por decirlo cinematográficamente, como una puesta en escena). Una especie de artificio que la misma película duplica: todo se erige desde una perspectiva estilizada, que es a veces un eco de la vanguardia soviética y un destello de manierismo queer. Su apariencia decorosa, por lo tanto, se presta a una atmósfera de fantasía.
La película de Farina consigue así un efecto hipnótico. Es la reivindicación del cine como ámbito propicio, ya no para la reflexión ni para los ingenios fríamente calculados, sino para la invención. El hechizo de una experiencia alimentada por el deseo, que transforma imágenes y sonidos en un cuerpo tan misterioso como el de los hombres que atrae tu mirada. Hay algo ahí que siempre se escapa: un desnivel entre los planos, una sensualidad que se encuentra en los ritmos y texturas, un vacío que nos hace ver que todavía hay un abismo. Si bien la mayoría de las películas argentinas parecen seguras por derecho propio, Farina abre una pregunta en peligro de extinción. Después de tantos años, después de tanta historia: ¿qué puede (ser) el cine?
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Fuente: lmdiario.com.ar