por el profesor Sergio Laurenza
La carne es el eterno debate argentino. La barbacoa que fuera punto de encuentro de familiares y amigos todos los fines de semana se convirtió, durante muchos años, en un lujo a principios de mes. Y si la gallina y el cerdo ganaron terreno la última vez, nadie puede negar que apenas tenemos unos pesos en el bolsillo, volvemos a la vaca como quien vuelve a nuestro primer amor. Todo esto dicho con el debido respeto para quienes han adoptado otras prácticas dietéticas, pero que en nuestro país siguen siendo una selecta minoría. La carne de vacuno es parte fundamental de nuestra cultura.
Pero en la historia la cuestión de la carne y su comercialización no es nueva, los problemas de especulación, impuestos, fantasías y precios han sido objeto de debate desde la época en que gobernaban los virreyes.
Hace unas semanas os contamos la historia de Juan Ignacio Ezcurra, aquel comerciante vasco que participó en los ayuntamientos inaugurados en la semana de mayo de 1810. Este comerciante y agricultor que fue padre de José María Ezcurra, otro importante terrateniente, y este a su vez, formó parte de la historia de Matanzas en sus inicios. Pero Juan Ignacio en esa época también realizaba funciones públicas y hoy vamos a hablar de un conflicto que lo tuvo como protagonista durante el período virreinal.
En diciembre de 1803, el virrey del Pino dictó un decreto que regulaba la venta de carne en la ciudad de Buenos Aires. Entre sus artículos se destacó quiénes eran los pastores y matanzas autorizados para abastecer y sacrificar ganado y, sobre todo, establecían el precio de la carne de acuerdo a sus cortes y cuánto valía pagar impuestos a cada uno de los componentes de la red de proveedores. Así, en uno de sus artículos afirmó:
“… Eso de los dieciséis reales en los que se regula el valor de cada filete que lleva tres años, se debe sacar de aquí el medio real que aportan los matanzas … el real y la mitad que se cobra la mitad del corral … ..etc «
También estableció que parte de los ingresos se destinarían a la compra de trigo que «sirviendo de alivio a los campesinos pobres, libera al público de los shocks que a menudo provocan un cambio en gran medida arbitrario en el precio de estos granos».…. ”.
Es decir, el estado estableció lo que llamó un “almacén o reemplazo de trigo” que regularía el precio.
El decreto también ordena al “fiel albacea rexidor” (funcionario público) que se asegure de que este decreto se lleve a cabo con la mayor celeridad posible y que los infractores sean castigados con severidad.
En julio de 1804, el oficial Juan Ximénez de Paz advirtió una irregularidad. Que, al acercarse a uno de los mataderos, observó que entre el 4 y el 8 de julio murieron cerca de 487 animales, pero que posteriormente en los registros fueron 421, habiéndose producido una diferencia de 66 animales. Y remontándonos entre el 24 y el 27 de julio, parece que, habiendo matado 357 animales, los fieles de la semana registran solo 237.
Se inicia una serie de investigaciones que muestran que los proveedores de carne de la ciudad están defraudando al fisco y que gran parte del ganado que se suministra a la ciudad es de cría ilegal. A continuación, se instruye a los «rexiers» para que tomen las medidas necesarias para resolver el conflicto. Uno de los agentes del orden más estrictos y responsables es Juan Ignacio Ezcurra Ayerra.
Se hacen reportes diarios, se registran declaraciones, se registra a los responsables, el conflicto se prolonga en el tiempo y llegamos al 29 de noviembre de 1805, donde con el título «Denuncias del fiel verdugo por los abusos que pretenden cometer los proveedores de carne» Juan Ignacio Ezcurra explica la situación.
En este punto, nos referimos únicamente a transcribir lo que escribió el fiel albacea. Las conclusiones sobre el texto y las posibles interpretaciones que puedan relacionarlo con nuestro presente actual son responsabilidad exclusiva de nuestros lectores:
“De acuerdo con las disposiciones de VS…. ¿Dónde está el precio al que los carniceros deben venderlo? Y aunque por esta razón, desde que ingresé al ministerio, he dedicado mi mayor cuidado para aplicarlo y observar las disposiciones de esa instrucción, sometiendo a los vendedores de esta línea de suministro a no exceder el precio designado en el mismo, mis esfuerzos; por tratarse de una clase de personas no reductible a la razón, y en la que quizás no coincidan las más pequeñas ideas de utilidad y conveniencia pública, se considera arbitrario imponer la ley a voluntad al público consumidor en este ámbito tan indispensable y necesario. La más mínima novedad en las estaciones les da margen para exagerar sus esfuerzos y tareas, exponiendo una escasez de ganado y asumiendo mil cosas más que fingen …
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Esta nota fué publicada originalmente por IPHC – LM en matanzadigital.com.ar el día: 2021-06-07 14:48:26