A raíz del atentado terrorista perpetrado en el teatro Bataclan de París, en noviembre de 2015, que se saldó con casi un centenar de víctimas mortales, el entonces candidato a la presidencia de EE.UU., Donald Trump, sostuvo la extraña teoría de que el desenlace podría haber sido el mismo. muy diferente hubiera sido si los espectadores hubieran estado armados, pudiendo así repeler a los cuatro terroristas que irrumpieron en la sala con un tiro limpio. Uno de los ejes de esa campaña, que culminaría con su elección un año después, fue una apasionada defensa de la segunda enmienda a la Constitución, que permite a los ciudadanos poseer armas, sabiendo que esta siempre ha sido una carta ganadora para un buen número. de sus conciudadanos.
El debate se reproduce inevitablemente a raíz de las reiteradas matanzas que se saldan con un elevado número de víctimas mortales, sobre todo si entre ellas hay niños, como la ahora lejana escuela Sandy Hook en Newtown, Connecticut (diciembre de 2012, seis adultos y 20 niños). o el ocurrido la semana pasada en otra escuela, esta vez en Uvalde, Texas, que provocó la muerte de dos profesores y otra veintena de niños. Si se me permite un comentario amargo, no sé en qué categoría, adulto o niño, las estadísticas colocarán a Salvador Ramos, el autor de la masacre, recién cumplidos los 18 años, aparentemente baleado inmediatamente por la policía.
Se rasgarán muchas prendas, habrá enormes poses y se levantará un verdadero clamor con el denominador común de basta y hasta cuándo, pero será difícil que el Congreso apruebe alguna medida efectiva que permita reducir los 400 millones de armas de fuego que descansar, es decir, en hogares americanos.
Aunque hay una mayor concentración de armas en determinados entornos geográficos, sociológicos o políticos -estados del sur, zonas rurales, ideología republicana-, la tragedia puede surgir en cualquier lugar, desde la liberal Nueva Inglaterra hasta la conservadora Texas, como en los dos casos escolares citados anteriormente. Aparte de la venta directa en armerías y mercadillos, más habituales en el sur, la venta de armas por correo opera al menos desde los lejanos tiempos en los que Lee Harvey Oswald adquirió el rifle con el que supuestamente asesinó al presidente. Kennedy hace casi 60 años.
Por supuesto, no se debe descuidar el aspecto económico del asunto. Un AR-15, el modelo más apreciado de fusiles de asalto, cuesta entre 500 y 2.000 dólares y aunque nadie en su sano juicio saldría a cazar con una herramienta así, se vendieron más de 1,2 millones de unidades de su clase en el mundo. 2015, último año del que se dispone de cifras. Y la Glock 17, una de las pistolas más populares en los entornos urbanos más conflictivos, es otro éxito de ventas y apenas baja de los 500 dólares.
Todo esto obviamente para mayor gloria y beneficio de la Asociación Nacional del Rifle (NRA), el todopoderoso lobby que generosamente contribuye a las campañas de congresistas y senadores, normalmente republicanos, para que no se desvíen ni un milímetro de la ortodoxia antiprohibicionista. “Las armas no matan a la gente, la gente mata a la gente” es el cínico mantra defensivo que ha inspirado a la NRA desde tiempos inmemoriales.
Pero, al margen de las razones constitucionales, de seguridad y autoprotección -no menores- y de los factores económicos antes mencionados, el idilio de una parte considerable de la sociedad estadounidense con las armas de fuego es de carácter cultural. Existe, en efecto, en un segmento considerable de la población una desconfianza visceral hacia un gobierno federal central que, a diferencia de lo que sucede en prácticamente todas las democracias avanzadas, no quiere que se le otorgue el monopolio en el ejercicio de la violencia legítima. En definitiva, la única concesión que se hace a quienes están dolorosamente hartos de este perpetuo derramamiento de sangre es que se acredite previamente una mínima estabilidad psíquica y mental a los eventuales adquirentes de las armas, todo un brindis al sol.