Cuando lo atroz se acerca a nosotros, parece activarse un mecanismo de defensa. Como el pequeño insecto bola que se enrosca sobre sí mismo, nos encerramos en el silencio, en la negación. De eso no se habla. Quizás por el dolor que significó, quizás por el miedo a que la situación se repitiera y quedaran expuestos. Les sucedió a los supervivientes de genocidios que nunca pudieron hablar, o sólo muchas décadas después. Algunos judíos que vivieron el nazismo, por ejemplo, cambiaron de religión (ocultaron su origen a sus hijos) por miedo a exponerlos.
Argentina tenía la enorme capacidad de llevar a los responsables a juicio. Eso permitió que el horror tuviera palabras. Muchos testificaron. Algunos, aún con miedo, prefirieron hacerlo desde fuera. Otros, quizás menos afectados por la tragedia, guardaron silencio. En ciertos casos podría ser una vergüenza mal entendida, pero una vergüenza al fin y al cabo. O una forma de autocuidado.
Cada uno actúa como puede y según sus fantasías. Pero los efectos no son los mismos. Hay un término raramente utilizado -integridad- que marca la diferencia. Si algo se deja sin decir, nunca se podrá ver el rompecabezas con todas sus piezas y eso lleva a preguntas muchas veces desestabilizadoras. ¿Qué pasó? ¿Cómo reaccionó? ¿De qué manera cambió? E incluso la duda, aunque inmerecida: ¿habría hecho algo ilegal? Más allá de la irracionalidad del terrorismo de Estado, ¿por qué lo buscaban si uno no lo sabía? ¿Hubo una vida secreta o una lucha?
No hablar genera también un malestar íntimo en relación con “nosotros y la Justicia”. Sucede con temas casi intrascendentes como el robo de un celular. Nos da rabia pero no vamos a poner denuncia. porque estamos convencidos de que no sirve de nada. Sin embargo, algo interno se moviliza: ¿para qué vivir en una sociedad organizada si es mejor dejarla así? Imagínese cuando se trata de algo gigantescamente más traumático. La justicia calma las almas (aunque no nos devuelve lo que perdimos). Conviene no olvidarlo.
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Fuente: Titulares.com