Buenos Aires tuvo este jueves una postal dolorosa de la tragedia social que vivimos. La pobreza golpeó las calles de la ciudad con su presencia. Ella era temible y enorme.
El debate entre planes y empleo se torna insustancial en este punto ante una realidad incontrovertible.
Millones de argentinos hoy apenas rascan con sus ingresos una penosa subsistencia. Se aferran a programas asistenciales para redondear lo que apenas recolectan entre trastos y trabajos eventuales. Se resisten a entrar al mundo del trabajo de blanco por miedo a perder ese salvavidas pinchado que les tira el Estado mientras el barco escora amenaza con hundirse. Han quedado atrapados en el peor de los mundos. La que fue diseñada a fuerza de prácticas políticas mezquinas y prebendas y la historia que las sustenta.
Mientras haya planes, no habrá trabajo, concluyen pequeños, medianos y grandes empresarios que aseguran no encontrar quien llene los puestos vacantes. Una lógica reduccionista que no basta para explicar la complejidad del problema.
Un círculo perverso y vicioso que los gestores de la pobreza alimentan con premeditación y traición. Los más pobres acaban siendo carne de cañón. Rehenes de una pesadilla. Pasajeros en un tren que no los lleva a ninguna parte.
Cientos de miles de argentinos con empleo registrado y en blanco también cayeron por debajo de la línea de pobreza. Una nueva categoría social se destaca en Argentina.
A los nuevos pobres del COVID, los que fueron desalojados de la clase media por la pandemia, se suman ahora los trabajadores desclasados. Aquellos para quienes la inflación desenfrenada carcome diariamente el poder adquisitivo de sus ingresos.
Trabajan en empresas a tiempo completo, viajan mucho y mal todos los días hacia una presencia exigente, no tienen tiempo para la familia ni para los amigos ni para ellos mismos, pero no alcanzan a llegar a fin de mes. No hay nevera llena, ni asado ni nada. La inflación les pisa los talones. A este ritmo no hay paridad que pueda sostenerse.
Es una pobreza de nuevo signo, devastadora porque devora familias, proyectos e ilusiones, porque aniquila la idea de un futuro mejor. Porque avanza arrasando las reservas morales de los que aún se empeñan en resistir, de los que siempre estuvieron fuera del radar del bienestar. Un estado de cosas que excluye a jóvenes y niños del futuro ante la desesperación impotente de sus padres.
“Los salarios tienen que ganarle a la inflación”, es el eslogan con el que se cansan desde el oficialismo para salir del paso.
“Felicidades compañero Palazzo”, tuiteó Cristina Fernández de Kirchner para celebrar la paridad de los bancos que cerraron un acuerdo por un aumento del 60% en cuatro tramos. Una celebración del fracaso de la política antiinflacionaria de su propio gobierno.
Alivio de vuelo corto para todos. Ya se sabe: el aumento pasará a costas más temprano que tarde y no hay escalera ni ascensor que frene la escalada que los pone a la par.
“No estamos contentos de fichar por el 62″, decía esta semana Gerardo Martínez.
El Secretario General del Gremio de la Construcción sabe que esto es pan para hoy y hambre para mañana. Asegura que se han recuperado 200.000 puestos de trabajo pero que falta mano de obra calificada. También introduce un tema preocupante: la falta de capacitación y disciplina laboral. “Hay muchas familias que se acostumbraron a recibir sin dar nada”, resumió.
“El debate sobre cómo salir de este atolladero no puede ser ideológico, debe ser concreto y pragmático”, dijo Martínez, quien también advierte que estamos “cerca del abismo”.
La inflación es el impuesto que pagan los pobres. No hay salida. Viene con el pan, con la sopa y con la leche.
El oficialismo se quedó sin celebración. Esperaban celebrar una suba del 5,7% en el IPC de abril y llegó un 6. Algo por debajo del 6,7 de marzo pero situando a la gestión albertista en un nuevo podio, el más alto interanual de los últimos treinta años con un 58%. Horror. Culpa a Putin.
Si bien todo esto sucede a ras de suelo, en la política cada uno atiende a su juego.
El Presidente concluyó este viernes una gira con desafíos imprecisos. Desde Madrid oficializó una especie de «nueva normalidad» (anormalidad). Asume que es posible seguir gobernando en medio de un debate abierto con el sector más compacto y mayoritario de la coalición.
“Me preocupa la obstrucción al gobierno”, le dijo al periodista de El País poco después de llegar. La obstrucción de Cristina y la de ella, claro.
“Cristina no está viendo la realidad de la pandemia… Tardaron mucho en darse cuenta de que yo estoy gobernando”, se sinceró con Carlos Cué, periodista del diario madrileño El País.
“Ambos queremos ir a Mar del Plata pero por caminos diferentes. Ella quiere ir por la ruta 11 y yo quiero ir por la ruta 2″.
La agenda parlamentaria de K es preocupante, pues complica el rumbo del plan económico. El plan plata en su segunda temporada. Las iniciativas de fuerte impronta distributiva que enaltecen la imagen de Santa Cristina pero golpean la línea de flotación del curso reivindicado por Martín Guzmán.
“Quien se niegue a firmar el nuevo acuerdo tarifario no podrá continuar en el Gobierno”, fue quizás la más precisa de sus definiciones. Una situación de la que más temprano que tarde tendrás que darte cuenta.
En algo, sin embargo, por lo general están de acuerdo: la culpa es siempre de otro.
En España, Alberto Fernández se define a sí mismo como profundamente europeísta. Empático con sus interlocutores, se desmarcó de China, tras señalar la distancia cultural que nos separa del gigante asiático. Atrás quedaron las mieles derramadas sobre Xi Jinping con quien dijo compartir la filosofía política.
De Putin mejor no hablar. La oferta de ofrecer el país como cabeza de playa en América Latina al amigo ruso sigue fresca, y los periodistas europeos vuelven una y otra vez para solucionar este asunto.
En su incursión europea calificó la guerra de algo inmoral, se mostró consternado por las atrocidades cometidas pero se distanció de las represalias económicas con las que Occidente intenta frenar al feroz jerarca del Kremlin.
“Las sanciones económicas contra Rusia las sufrimos todos… Es imperdonable hacer que el mundo experimente esto”.
Tienes que admitirlo. Es difícil seguir el rumbo de nuestro Presidente. Uno se pierde en el sarasa. Lo mismo es probable que le suceda a él. Como te dice una cosa, te dice otra.
No se trata de los pequeños pasos en falso, los errores, los momentos desafortunados. Cualquiera puede tenerlos. Lo que cuestan son las marchas y contramarchas, las contradicciones.
“Se genera un ruido muy grande, más en los medios que en la política”. La culpa ya no es sólo de los medios locales. Los medios de comunicación del mundo también juegan sucio.
Qué nos depara la nueva normalidad (anormalidad) en la que la dinámica del Ejecutivo dice que está entrando. En la visión presidencial heterodoxa, puede seguir así, gobernando en paralelo.
No quiere romper, quiere acomodarse. Ya lo tiene arreglado. Él es y será el único y último responsable de todos los fracasos. El feroz interno no hace más que acelerar los tiempos de la catástrofe.
Es todo muy raro. Hay que estar muy bien plantado para no perder la cabeza.
La oposición también atraviesa un atolladero. El riesgo de fragmentación se vive a la vista. La cena de Fundación Libertad expuso diferencias que serán difíciles de conciliar.
No se trata solo de Miles. La fractura en el oficialismo incide en la búsqueda de una identidad esencial que los mantenga unidos y no solo amontonados.
Mauricio Macri se muestra comprometido con sostener la unidad y pactar un “para qué”.
No parece que le resulte fácil en una fuerza que no logra identificar un liderazgo ni definir un perfil y en la que cada vez hay más quienes se autoperciben como presidenciales.
El primero en la línea de salida es Horacio Rodríguez Larreta, dispuesto a competir a toda costa. Decidido a presentar una interna con el propio Macri, asegura que no hay posibilidad de fractura.
Las razones que lo diferencian de Macri son profundas. Mientras el expresidente es un referente exclusivo de la grieta, lugar en el que el oficialismo en sus dos versiones lo sigue ubicando (“Mi único enemigo es Macri y la derecha”, dijo Alberto Fernández), el jefe de Gobierno de la Ciudad apuesta por romper la lógica de los extremos.
HRL sostiene que para gobernar en 2023 será necesario lograr un consenso político amplio e imparcial que alcance al menos al 70% de la dirigencia. Para lograrlo, apuesta por mantener su estilo moderado pero apuntando a la negociación. Su intención es unir todas las fuerzas posibles sin excluir al peronismo.
Sabe que su objetivo es difícil e insiste en un concepto. «Hay que tener más agallas para estar de acuerdo que para tirar piedras». Sabe que quien reciba al gobierno enfrentará un panorama de profundo deterioro social y económico y que tendrá muy poco tiempo para producir cambios de fondo.
“Si no construyeron consenso, fueron… si me toca a mí, haré que el radicalismo sea parte del gobierno”, se le escucha decir.
No le teme al avance de Miley. Él cree que ella tiene un año de sobra y que la emoción del momento lo desgastará. Él, en cambio, es un cronometrador. Disfruta del santo oficio de la paciencia. Confía en que Mauricio Macri y Patricia Bullrich contengan el voto de la derecha. Tiene sus energías en la expansión del centro. Un centro del que implícitamente excluye a todo K y expresamente a Sergio Massa, a quien considera absolutamente identificado con el kirchnerismo.
Macri lo abraza entre los suyos. Sin definir si se postulará o no para la Presidencia, también cree que necesita al menos un 60% de personas convencidas para poder afrontar los cambios profundos que propone, pero no está seguro de encontrar ese apoyo entre los que conforman la coalición opositora.
Todo muy frágil. De momento, no así Juntos por el Cambio.
* Para www.infobae.com
Fuente: diariocordoba.com.ar