En septiembre de 2016 presenté en Córdoba una novela llamada “El viaje de Omar”, inspirada en un proceso personal que había comenzado siete años antes, con la muerte de mi padre a causa de un infarto. Se trata, como suelen llamar a este tipo de textos, “autoficción”. Es decir, una ficción basada en experiencias autobiográficas. Prefiero, sin embargo, poner el énfasis en lo ficcional. El carácter ficcional de toda memoria como construcción de significado. “El viaje de Omar” fue, por tanto, y para decirlo en términos menos franceses, ni más ni menos que una historia. Una historia sobre la ausencia del padre, y sobre todo, la reconstrucción de su presencia bajo una nueva luz y una nueva mirada.
Un mes y unos días después de la presentación pública de aquella historia, recibí una llamada desconocida. Respondí y una voz me preguntó mi nombre y apellido. Respondí que sí, era yo, y la voz se identificó como Marcos Kary, del Archivo Provincial de la Memoria (APM de aquí en adelante). Marcos quería avisarme que habían encontrado la información sobre mi padre. que había solicitado hace cuatro años, como parte de la investigación para el libro.




La APM es un espacio que funciona en lo que, durante la última dictadura, se conoció como Departamento de Información 2 de la Policía de Córdoba, también conocido como “D-2”. Está situado en la parte trasera del antiguo ayuntamiento, que en aquellos años hacía las veces de Jefatura de Policía.
Debido a los secretos a voces escondidos bajo las alfombras familiares, tenía una vaga referencia de que Omar Savino, mi padre, había sido secuestrado y trasladado a ese centro de detención. También había recibido, por el mismo medio indirecto y solapado, la información de que había sido “lavado” (es decir, puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional) y trasladado a una cárcel común: la Penitenciaría del Barrio San Martín. . En ese momento yo tenía cinco años. Fueron meses en los que, según me contaban mi madre y mi abuela (que venía a cuidarme), su ausencia se debía a un viaje de trabajo.
Después de ese paréntesis, nuestra vida familiar retomó su curso.. Cumplí seis años en septiembre del 77, con él de vuelta en casa, y casi exactamente un año después, en la primavera del 78, nació mi hermana Soledad.
La investigación de “El viaje de Omar” me permitió acceder a detalles que nunca nadie de la familia se había atrevido a preguntar o responder. A lo largo de más de treinta años, fueron muy pocas las ocasiones en que mi madre o él se refirieron al acontecimiento de manera muy fugaz y fragmentaria. Nunca supe a qué atribuirlo, si a algún motivo vinculado al miedo, la vergüenza, el tabú… En muy pocas ocasiones estuve a punto de indagar más, de pedirles detalles, pero no me atrevía a hacerlo. Sus razones para permanecer en silencio, en cualquier caso, no deberían haber sido muy diferentes de las mías.
Todos nos habíamos conformado, por tanto, con una vaga y empañada leyenda sobre su militancia en el socialismo y un cargo como delegado sindical en la Caja de Jubilaciones provincial. La realidad de los hechos, sin embargo, resultó ser muy distinta.
Omar había abandonado la actividad política anteriormente, cuando comenzó a operar el terrorismo de Estado a través de la Triple A y, en Córdoba, el Comando Libertadores de América. Dejó su empleo público para ir a trabajar en una firma jurídico-contable, junto con un amigo abogado llamado Raúl Sánchez. Fue allí donde les alcanzó a ambos el largo brazo de la represión, ya en tiempos de dictadura militar.
Como ya es bien sabido, El terror de Estado no sólo secuestró, torturó, asesinó, violó y robó niños, pero también persiguió las fortunas de reales y supuestos financistas de lo que llamaron “subversión”. Con ese objetivo, aquellos terribles amos de la vida y la muerte se dedicaron a rastrear y presionar a familiares, seres queridos e incluso allegados de seres queridos, con el fin de obtener la información necesaria.
Los Vanella fueron una de las familias a las que asediaron con el fin de expropiar todo lo posible, y junto a varios de sus integrantes, también cayeron en ese “giro” algunas personas de su entorno cercano. Entre ellos, los responsables del despacho jurídico-contable que asesoró a uno de los Vanella en sus cuentas.
Así “chuparon” a Raúl y Omar.
Al día siguiente de la llamada me dirigí al Pasaje Santa Catalina, que conduce a la APM. Pregunté por Marcos y me dijeron que fuera a la derecha, a una zona de oficinas. En una de ellas me recibió; Era un hombre joven y atento, que me invitó a tomar asiento frente a un escritorio y me pidió que lo esperara unos minutos.
Me quedé allí entonces, mirando unos carteles enmarcados en la pared y disfrutando de “All things must pass”, el disco de George Harrison cuyas canciones me llegaban desde la oficina de al lado.
Marcos regresó con unos papeles abotonados, me los entregó y se sentó frente a mí. Me dijo que había los detalles de las investigaciones que se habían realizado en distintos expedientes, con resultados negativos en casi todos los casos excepto uno. Se trataba de un expediente de la Policía Federal, cuyas copias también estaban incluidas en los papeles que me había entregado.
Era un formulario con los datos de mi padre escritos en las casillas correspondientes: nombre, dirección, estado civil, etc. En el reverso de ese mismo papel (pero fotocopiado en otra hoja de una sola cara) había notas escritas a mano indicando fechas específicas, cada una seguida de información de entradas y salidas: del propio D-2, del penal de Procesados, del de San Martín.
Marcos me dijo que estos fueron los únicos datos encontrados hasta el momento, pero que quizás a partir de ellos se podría acceder a algo más. Me habló del “Registro de Extremistas”, un archivo fotográfico que había sido conservado y digitalizado, compuesto por imágenes de los cientos de personas que habían pasado por el D-2 como detenidos políticos. Dado que por la información del expediente sabíamos dentro de qué período mi papá había estado allí, era probable que pudiéramos encontrar su imagen dentro de ese registro.
Marcos me preguntó si estaba dispuesto a intentarlo y le dije que sí. Salió, volvió con una libreta abierta y la puso sobre el escritorio. Luego hizo clic en una carpeta titulada “Febrero-Marzo 77”, me dijo que podía explorarla en paz todo el tiempo que quisiera y me dejó en paz.
George continuó cantando pero a medida que avanzaba con las imágenes, capturaron mi atención hasta que quedé casi completamente abstraído de todo lo demás. Eran fotografías en blanco y negro de una calidad formidable, seguramente tomadas con el mejor equipo disponible en ese momento. Imágenes de frente y de perfil de decenas de hombres y mujeres de diferentes edades y condiciones sociales, todos con el fondo de un panel rectangular de poliestireno, y una placa sobre sus cabezas en la que se vio por primera vez el número cinco. cifras, y junto a ellas los dígitos correspondientes al día, mes y año de la fotografía.
Las imágenes se sucedían, punteadas por mi dedo en la libreta del cuaderno. Y aunque nunca dejaron de impresionarme, Su progresión generó en mí cierta habituación.. La expectativa de encontrar a mi viejo, en cambio, disminuyó a medida que pasaban los rostros desconocidos. Hubo dos o tres casos en los que creí reconocerlo en un rostro más o menos familiar, pero el error me fue revelado casi en el mismo momento.
Y así me acercaba al final de la carpeta, un poco apurado por la frustración, cuando me encontré con un rostro remotamente familiar. Me detuve un poco en aquel hombre de frente amplia, cabello rizado y camisa a cuadros, que no tenía nada que ver con mi viejo pero me sonaba de alguna parte, y cuando finalmente pasé por su foto de perfil, esta vez sí, mi Apareció el viejo.
Era él sin duda, y me miró con los mismos ojos oscuros que casi todos los demás. Instantáneamente me di cuenta que el anterior no era otro que Raúl, el amigo que había caído con él.
De perfil no parecía tan afectado por la situación, pero la foto de frente hablaba por sí sola. Tenía el pelo un poco desordenado y un jersey de piqué blanco con todos los botones desprendidos. La placa sobre su cabeza decía:
Lo miré fijamente durante no sé cuántos minutos y luego me detuve para llamar a Marcos. Vio la imagen y dijo que no había duda, se parecía mucho a mí. Se sentó y comenzó a escribir algo en la computadora de la oficina, que luego envió a imprimir. Se trataba de una “Ley de Reconocimiento Fotográfico”, en la que, con el estilo frío de los documentos legales, se informó y dejó constancia de que había reconocido la imagen de mi padre.
Firmé el original y Marcos firmó un duplicado que luego adjuntó a los papeles que me había dado primero, junto con una copia impresa de las dos fotos de mi papá.
Le envié el material y las fotos a mi madre, convencida de que aún con todos los testimonios dolorosos que pudieran ser, no podía dejar de conocerlos. Me pidió que viniera a verla lo antes posible porque necesitaba que habláramos.. Cuando llegué, muy molesta, me rogó que borrara todos los registros de esas fotos en su computadora porque no soportaba ni siquiera la intuición de su presencia en la casa.
Luego, más tranquila, me preguntó por qué me habían llamado a mí y no a ella para dar esa información. Le expliqué que yo había hecho la gestión por ella, por el derecho que tenía de asistirme al ser familiar directo.
También se lo envié al hermano menor de Omar, mi tío Ricardo. Su esposa abrió el mensaje porque, según aclaró, él conducía. Ella misma me respondió después, desde la cuenta de su marido, para agradecerme el envío y agregar que Ricardo había visto las fotos sin poder contener las lágrimas.
Mi madre había intentado por todos los medios que nadie en la familia leyera “El viaje de Omar”. Pero Una vez le pedí a Ricardo vía WhatsApp que por favor leyera el libro. Intenté explicarle que a pesar del dolor, en mi opinión lo más positivo era intentar comprender lo sucedido, para poder entendernos (y tal vez perdonarnos) a nosotros mismos.
Ricardo me miró fijamente.
No sé si me sorprendió: años atrás, poco después de la muerte de Omar, mi madre me había dicho (de paso, en un momento de mal humor y amargura) que habían ido a buscar a Ricardo en esa ocasión, y bajo Esa presión no pudo evitar traicionar a su hermano.
Adrián Savino. Profesor y escritor; padre de Laura, Santiago y Bruno. Publicó el libro de poemas “Canciones de sed” (Alción, 1999), la novela “Crónica de un rocho” (Alción, 2003) y las novelas “Soja en las banquinas” (Eduvim, 2012; traducidas al italiano y reeditadas en 2020) y “El viaje de Omar” (Nudista, 2016). Participó en las antologías de cuentos “Carne” (La Creciente, 2006) y “10 Bajistas” (Eduvim, 2009), y en el libro “Diorama. Ensayos sobre el cine cordobés contemporáneo” (Caballo Negro, 2013). Publicó cuentos, crónicas y reseñas en medios impresos y online. “Tata” y “El sonido final” son los títulos de sus últimos libros de poesía, aún inéditos.
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Fuente: Titulares.com