Quizás no haya una palabra en portugués que describa la satisfacción de presenciar la desgracia de otra persona tan bien como «Schadenfreude» en alemán. Por muy buenos que sean tus sentimientos y por muy actualizado que estés en el ejercicio de la empatía, a veces hay que ser monje para no alegrarse de la desgracia ajena.
Es imposible no experimentar dosis involuntarias de «Schadenfreude» al ver abuchear a Jair Bolsonaro en la Feira do Guará. A veces imagino el día en que será defenestrado de la Meseta y encarcelado. No creo que pueda encajar tanto «Schadenfreude».
Por otro lado, no cultivo ningún tipo de sentimiento perverso sobre Bolsonaro et caterva en relación con sus vidas personales. A diferencia de la turba que se regocija con un supuesto cuerno del presidente o con episodios mucho más graves como el atentado que sufrió, la indiferencia debe ser el límite. Ya sea moral, ético o simplemente humano.
Parece obvio que no hay ningún santo en esta polarización grotesca que vivimos. Hay gente abyecta en todo el espectro político. Nadie está obligado a vitorear la felicidad de los descontentos, pero el bolsonarismo introdujo en la sociedad un comportamiento para el que todavía no hay nombre. Una mezcla de resentimiento con perversidad y violencia, reverberada por todos los que se identifican con esta secta.
Este miércoles (18), Lula se casa. En la entrevista con la revista Time dijo estar enamorado como si tuviera 20 años. La boda ha sido explorada por bolsonaristas con la villanía de siempre, especulaciones sobre el gasto, sobre el vestido de la novia, sobre las motivaciones de la unión. Son los mismos que se hacen de la vista gorda con cracking, gastando en la tarjeta corporativa, la mansión millonaria del hijo 01. por celebrar su unión.
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