">

Mundos íntimos. Cuando mi viejo tuvo demencia senil, el fútbol quedó como único espacio de contacto, lo que aún le entusiasmaba / Sociedad

Es el 9 de julio de 2014. 19.44. Maxi Rodríguez, mide los metros que lo separan de la gloria, como una fiera mide la distancia con su presa. Mientras el árbitro le da indicaciones a Cillessen, Maxi gira hacia un costado, un movimiento de respiro. Silbato. La fiera ataca, precisa, con la derecha. La pelota rebota, mágica, al fondo de la red. GOL. El Arena Corinthians se desploma en el abrazo azul de los jugadores. Sabella se pasa las manos por el costado de la cabeza, como quien sostiene la felicidad en un gesto mínimo”.

Mirá también

Son las 20 hs. Cruzo Avenida Acoyte y Rivadavia entre bombos y bengalas. Es de noche pero un cielo diurno se compone por contraste en remeras, banderas, en humo celeste y blanco subiendo entre las ramas de los árboles. Llevo en el cuerpo dos fuerzas a contramano: la épica de la victoria y una gran tristeza. Hace meses que mi papá está internado en un hospital de Villa Soldati con un diagnóstico incierto, cambiante: los partes médicos hacen agua y ese arroyo nunca refresca. Desde su ingreso fue cambiando y las conversaciones se minaron de sueños en vigilia: sueños con el autódromo, con talleres mecánicos, con Oscar Gálvez, con pirámides y desiertos. Lo que creímos que eran efectos de la larga internación, eran las primeras señales de una demencia senil que comenzaba a mezclar su pasado con lo imaginario. De algún modo, esa creencia fue una resistencia, un manto de piedad ante la vejez. El lento abandono de la memoria y el hilo del sentido descosiéndose de un cuerpo amado es algo muy difícil de soportar. Es 9 de julio y sepulto mis sospechas en el agite. La emoción colectiva construye un refugio donde alojar lo indecible del propio dolor.

Desde chiquita. Su papá le inculcó a Gabriela Pignataro el amor por la pelota, junto a sus hermanos.

Igual que otros días, voy a relevar el cuidado de mi papá a la hora de la cena. Hago cuadras y cuadras intentando encontrar transporte. Luego de media hora a pie, alcanzo un taxi “a Cruz y Portela.” Rodeamos el cementerio, atravesamos Bajo Flores. La 1.11.14 es un fortín de luces y efervescencia: niñeces con banderas de capas que ondean en el frío, sillas y mesas en las veredas hacen una sobremesa infinita de la tarde de gol. El taxista decide dejarme antes de llegar a mi destino. No sabe llegar, no quiere. Se disculpa. Las cuadras hasta el hospital van disolviendo en mí la euforia.

Al llegar a la habitación, mi papá está dormido. ”Hola viejo, somos finalistas”. No estoy segura de que me reconozca como antes. A veces sí, “sos la Pupi”, a veces no: cuando le pregunto por mi nombre, sonríe. Busco la repetición de los penales en la TV “Apenas la toca con la izquierda. Qué bárbaro. Messi es el mejor. Y Masche. Qué jugador”.

Mi papá dice que es un capitán silencioso, que piensa en el equipo antes que en él. Vemos los gestos d.e Masche, “hoy te convertís en héroe”, algunas jugadas, los festejos. Mi viejo me aprieta la mano. El fútbol siempre fue para mi viejo una pasión fundante: desde su llegada a Argentina y la vida en conventillos, hacerse de River fue la primera pertenencia a otra lengua. Los potreros en Floresta cuando todo aún era cañaveral y desborde del Maldonado es una imagen que recompongo por herencia del relato. Mi papá y mis hermanos me hicieron futbolera desde muy chica: los domingos cortando papel de diario desde temprano para hacer llover el Monumental, armar el Gran DT en equipos; traerme El Gráfico y el Olé cuando salían desplegables de mis ídolos Aimar o Sorín o repetir el ritual de los partidos con pizza y empanadas de La Galera. Toda esa historia llena la asepsia de la habitación y la precariedad de los últimos meses. Le pregunto si le gusta Sabella “Es un estratega. Hace los esquemas, mira la cancha. Está todo el tiempo pensando” Hablamos de los cambios de Sabella, el partido del Pipa. Hago zapping por los canales y volvemos a ver las repeticiones, una y otra vez.

Juntos. Gabriela Pignataro un día le mostró a su padre la cámara de fotos que había sido suya; él no la reconoció.

Siento que ese momento es puro presente, estamos conectados, viendo con emoción un momento histórico. Tal vez eso sea lo poderoso de la pasión popular: un momento sin muerte, suspensión temporal, puro presente de alegría. Tal vez mi viejo no sepa hace cuánto está en el hospital o por qué está ahí, pero el idioma del fútbol es una de las herencias afectivas más lúcidas que tenemos. Hay un corazón que late del mediocampo hacia el arco, una forma del amor que se resuelve en gritar un gol. Es una pequeña batalla en la tristeza: el Mundial es también una lanza contra el tiempo de vitalidad que empieza a dejarnos de cara ante lo inevitable. El loop de penales es nuestro propio tiempo de alargue: participamos del tiempo común, aunque los propios recuerdos sean una radiografía que se disuelve con los días.

“No sabés, los médicos no sabían qué hacer. Los hinchas corrían con las camillas. Todos gritaban Argentina, Argentina. Un barullo bárbaro. Se fueron por el fondo con unas banderas. Yo no pude porque no me dejaron levantarme de acá”.

El 13 de julio caemos en el Maracaná. Durante las horas del partido no hay médicos ni enfermeras en los mostradores ni en la guardia. El pasillo es un amplificador de la derrota. El disparo de Götze agujerea la pechera del pueblo, deja una herida por la que vamos a sangrar durante años. La temperatura desciende en mi pronóstico reservado, los grados en las calles son los propios: hace frío cuerpo adentro. Estoy triste, estoy cansada y el refugio de lo común se volvió otra vez, derrumbe.

El diagnóstico de mi viejo es igual de difuso que meses atrás: algo degenerativo, 83 años, demencia senil. No hay tratamiento que revierta la condición: lo que queda es tiempo. ¿Cómo vivimos con el otro esas horas, cuando los nombres y los recuerdos se difuminan en un paño sin orillas?

Hay un momento luminoso en mi recuerdo en esos días de hospital. Es casi el fin del invierno, cuando revelo los últimos retratos que le había sacado a mi viejo. Es mediodía cuando llego a la habitación con un sobre pequeño. Le doy un beso en la frente: “tengo algo para vos”. Mi viejo, con dificultad, abre el sobre y saca las fotos. Las observa en silencio: en una estaba él en un bar de Flores, con una chomba azul, mojando una medialuna en un café con leche. En la otra, él en su casa en un claroscuro, cerca de una ventana abierta que dejaba ver el jardín de la vecina. “Están muy lindas… nítidas ¿Las sacaste vos?” Se había olvidado. Saco la cámara de la mochila, su Yashica 69’. “Ah es parecida a la mía. La mía la perdí.” La cámara que ahora es mía, antes había sido suya. Mi papá toma la cámara, la toca con los dedos largos y flacos. Había sido un hombre de manos fuertes alguna vez. “Qué linda cámara… y aprendiste a mirar.” Le pregunto qué quiere decir con eso. “Porque la cámara sola no hace nada… para que exista una foto, alguien tiene que mirar lindo”. Algo relampaguea en él, le pregunto qué cosas son lindas para él: “Tener una pregunta. Para estar en el mundo hay que tener una pregunta”. La respuesta me conmueve: mi papá en su curva descendente de conciencia, todavía piensa en mirar el mundo. Hay un silencio y la conversación cambia, como si otros hubieran hablado antes. Me pregunta por Messi, por el partido. Invento algo, vuelvo a relatar el triunfo ante Holanda. Sé que miento, pero no sé si eso importe mucho. No quiero hablar de la derrota contra Alemania: me gustaría que en su imaginación Argentina salga triunfante. Hablo otra vez del penal de Maxi. “Pateó como una pantera, la fiera Rodríguez”. Mi papá se ríe, entiende el chiste, todavía estamos juntos en ese universo.

Luego de meses, recibimos un alta. No por mejoría. Es más bien un alta de los tratamientos médicos posibles. Mi viejo vuelve a su casa y el living se transforma en una internación domiciliaria. Lo que era el hogar, ahora está invadido de pastillas, pañales, sueros. Donde antes había un sillón, una cama ortopédica toma el centro de la escena. Entramos y salimos de la casa en una danza que troca relevos, horarios y visitas médicas. No hay giro elegante en eso: es apenas la coreografía de la enfermedad y sus fugas tristes. Nos atenemos a la partitura, “lo que tenemos que hacer”, eso nos sostiene: nadie quiere pensar en el futuro.

Sin el Mundial, la Copa Sudamericana se volvió el nuevo puente, tal vez el último. Los partidos son lo único a lo que le presta atención en la pantalla. Antes mi viejo veía cine y series. Ver a River jugar restaura un cierto momento de lucidez. Alguien puede olvidar su nombre pero no olvidar lo que es un pase de gol, una asistencia, un offside: pelotear en una cancha es tal vez uno de los primeros recuerdos. La primera memoria, permanece. Si bien mi viejo está menos conversador, poder ver el partido de la mano -“vamos” “gooool” “Foul Foul”- es charlar de otra manera. “¡Pierda ahí, pierda ahí!”, gritamos con muchas onomatopeyas cuando queremos torcer al adversario. Le digo que el River de Gallardo está haciendo una buena campaña. “Invictos… la pucha. Gallardo sabe, sabe”. La época Gallardo recién arranca. Vemos goles viejos del Muñeco en el celular. El festeja como si cada gol se hiciera por primera vez.

Mi viejo fallece al poco tiempo, un septiembre en vísperas de primavera, apenas antes de que los jazmines perfumen las ventanas de la casa y las calles de nuestro barrio: Floresta y su memoria de barro donde mi papá entrenó sus piernas desde muy joven.

Él no quería ser enterrado. Después del fuego, la pregunta es “¿Qué se hace con el polvo de lo que fue? ¿A dónde retornar el cuerpo? ¿A qué tierra, a qué aguas para portar la memoria en lo insondable?”. De los lugares donde mi viejo fue feliz, la cancha de River es corona. Hacia allí fuimos con esa pequeña caja que guarda la ceniza. Esa escala siempre me pareció absurda, fatal.

Mis hermanos y yo, los tres de pie ante el pasto del Monumental. Un rito inesperado, nunca habíamos tocado el pasto millonario. Esta “última jugada te salió bien, papá”. En una escena tragicómica abrimos la urna sin saber bien qué iba a pasar: la dirección del viento, lo que la ceniza trae y no es polvo, el error de cálculo sobre el césped. Mi viejo se fue en el agua que rodea el verde, como un navegante del Leteo. En un gesto pagano, decidí que mi viejo ahora custodiaba la cancha del equipo de su vida.

En diciembre de 2014, River gana la Copa Sudamericana. Camino por el barrio, nuestro barrio blanco y negro, y en la plaza Banderín miro al cielo: “Este fuiste vos”.

                                            ***

18 de diciembre del 2022. La alegría es total. En las calles, en las casas, en las plazas. La herida del 2014 desprende su cáscara: queda la marca en el cuerpo popular. Es sólo eso: una marca. El refugio de lo común es una bandera en el propio corazón llevada por muchas manos. Son las bocinas. Son las niñeces que llevan Messi en la espalda en cada rincón del país. Son los rituales, los abrazos, los besos, las cábalas. Es un día sin muerte: la construcción de un recuerdo imborrable para el resto de nuestras vidas.

Llora el Kun, llora Messi, llora Di María, llora Dibu, Scaloni, Aimar. Lloran mis hermanos por teléfono. Lloro yo: en esta emoción sigo hablando con vos viejo, con nuestra historia de domingos desde Barrancas al Monumental, las primeras cervezas como parte de nuestro teatro del fútbol, el quedarse sin voz de tanto alentar. Hoy sigo hablando con vos en tu última claridad, en esta afonía que viene del fondo de mi fe en lo que late. Esta alegría es un lugar donde nos podemos encontrar aunque se olviden nuestros nombres: la pelota contra la red, una perla brillante que recuerda por mí los años que nos separan. “Las distancias no son nada a veces”, dice una banda punk y yo lo creo. Hoy es 2014. Hoy somos vos y yo, entrando de la mano a la cancha por primera vez donde conocí el amor de la tribuna alentando.
————

Gabriela Clara Pignataro Agnoli. Pedagoga y educadora social, maestranda en Políticas Públicas en Educación, investigadora. Trabaja como docente, da talleres de lectura y escritura y milita por la educación popular en Flores. La literatura y la pedagogía son sus pasiones. Estudió teatro, canto, fotografía y cine. Como poeta editó “La última oleada se llevó todo menos esto”, “Eso que no se parte es una respuesta”, “Muta”, “Tundra”, “Tranço cabelo cai um raio”, “Dos poemas”, “Puma”. Es feliz cuando camina por Floresta escuchando punk, cuando lee presagios en las calles de siempre. El mundo le sigue sorprendiendo, por terrible y hermoso a la vez.

#Mundos #íntimos #Cuando #viejo #tuvo #demencia #senil #fútbol #quedó #como #único #espacio #contacto #aún #entusiasmaba
Fuente: Titulares.com

Salir de la versión móvil