El accidente causó gran conmoción y pasó a la historia como la Tragedia de los Andes. El 13 de octubre de 1972, un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya se estrelló contra las montañas cuando se dirigía de Montevideo a Chile con 40 pasajeros -incluidos 19 jugadores de rugby de entre 19 y 25 años, familiares y amigos- y cinco tripulantes. Apenas 19 sobrevivirían tras los 72 días en los que permanecieron aislados en condiciones extremas, sin poder ser localizados.
La fuerza y el temperamento de los atletas les ayudaron a sobrellevar tremendas adversidades, pero también la fe -procedían de una escuela católica irlandesa- desempeñó un papel clave. De hecho, rezaban el Rosario diariamente y se encomendaban a Dios. Por eso, su tenaz supervivencia y su heroico esfuerzo para finalmente ser rescatados en Nochebuena fueron definidos como el Milagro de los Andes.
En el aniversario 50 del rescate esta semana, uno de los sobrevivientes, Gustavo Zerbino, evocó desde Montevideo aquellos momentos dramáticos y la importancia de la religión, en diálogo con Valores religiosos. “Todos los días era lo mismo. Luchábamos por sobrevivir una hora más. Vivimos el presente muy intensamente, no nos proyectamos por más de 24 horas”, comienza diciendo. “Lo que sí sabíamos era que cada día que pasara iba a ser mejor, con menos aire frío. Lo que no sabíamos era cuántos de nosotros íbamos a sobrevivir”, señala.
Muchos ya estaban muy débiles, tenían infecciones o habían muerto cuando Nando Parrado y Roberto Canessa fueron en busca de ayuda y caminaron durante diez días hasta que encontraron a un hombre al otro lado de un río, Sergio Catalán, que estaba arreando su ganado y fue quien buscaron ayuda gracias a la cual fueron rescatados.
¿Cómo pasaron esos meses a pesar de la incertidumbre, sin saber si los iban a encontrar? Zerbino cuenta que «lo que hacíamos a diario era rezar el Rosario, conectando con la Virgen para agradecerle el día que teníamos o pedirle mañana un día como este, a pesar de que habíamos tenido una avalancha en la que ocho de los que estaban con nosotros, las heridas y el frío, también oramos para que, en la oscuridad de la noche, ningún pensamiento negativo colonizara nuestra mente”.
“Para mí, rezar un Avemaría a cualquier hora del día -añade- era una forma de estar siempre enfocado en algo positivo, si no me venían ideas terribles, pensando que nos íbamos a morir. Rezar el Rosario todas las noches era como un mantra. Además, rezábamos para no quedarnos dormidos, porque si te dormías por la noche, podías morir congelado. Esas fueron las únicas cosas que tuvimos muy claras”.
Cerca de las fiestas surgió una esperanza: “Nos engañamos con la ilusión de pasar la Navidad todos juntos en condiciones diferentes. Y hay que aprender a engañarse con la ilusión, creer que algo que parece imposible puede ser posible, porque ahí se empieza a hacer lo que se requiere, lo necesario, lo necesario para lograrlo”, explica Zerbino.
Uno de los hechos de la tragedia –el más generalizado– fue que, una vez agotada la comida, para sobrevivir al hambre, tenían que acceder a comer la carne del difunto. La tarde en que tomaron la decisión, juntaron las manos e hicieron un pacto eucarístico: «si alguno de ellos moría en el monte -dijo entonces Parrado-, los demás tendrían permiso para comerse sus restos».
Uno de los rugbiers de 19 años, Gustavo Nicolich, escribió unas cartas en la montaña antes de morir en una avalancha. En ellos explica la dimensión espiritual que tuvo este consenso: “Desde lo más profundo de nuestro ser le pedimos a Dios que no llegara este día y ha llegado. Tenemos que aceptarlo con valentía y fe, porque si los cuerpos están ahí es porque Dios los puso… Si mañana llega el día en que puedo ayudar a mis amigos con mi cuerpo, lo haré con mucha alegría”.
Estas cartas las guardaba Zerbino quien, como recién iniciado en la carrera de medicina, era uno de los encargados de atender a los heridos. Asimismo, asumió la responsabilidad de recoger en un bolso los recuerdos de todos sus amigos fallecidos: relojes, cruces y rosarios, cámaras, cédulas, cartas y medallas, para llevárselos a los familiares y contarles lo sucedido. Él había dado su palabra de que así lo haría: “Después de Navidad, pasé un mes y medio, día a día, yendo casa por casa, para que cada miembro de la familia, al estar en presencia de un objeto de su hijo , su hermano o su padre muerto, podría llorar”, explica.
El luto de los sobrevivientes por sus amigos llegó muchos años después. En junio de 2015 falleció Javier Methol, el primero de todos en fallecer tras el accidente, y eso movilizó al resto más de lo esperado: «En los Andes la angustia que vivimos fue tal que no tuvimos ni tiempo». hacer el duelo de una persona que murió. Cuando murió Javier, primero sentimos algo muy extraño, porque nos creíamos inmortales. Y segundo, lloramos, en ese momento, a todos nuestros amigos que habían fallecido. Entonces me di cuenta que suerte tuve y se me abrió un agujero de vulnerabilidad.
Zerbino se dedicó durante toda su vida a transmitir la dimensión espiritual que se puede encontrar en el rugby: “Después de los Andes, con Cristianos (su equipo), en 14 años ganamos 12 campeonatos y se los dedicamos a nuestros amigos fallecidos. Es que cuando juegas por un motivo superior a ti mismo, la fuerza, el amor y la solidaridad son inmensos. Se logran cosas increíbles cuando te conectas con el amor.
En enero de 1973, se cavó una tumba cerca del fuselaje del avión. Por el 50 aniversario del accidente se celebró allí una misa presidida por el padre Diego Canale, perteneciente a la diócesis de Neuquén (y también jugador de rugby). Usaron el ala del avión como altar y colocaron restos de la nave a su alrededor. Zerbino recuerda que, en la misa, el cielo azul se llenó repentinamente de nubes, como alas.
Durante este tiempo, Gustavo está viviendo la espiritualidad con gran gratitud. Recientemente hizo un retiro y retomó la costumbre que había adquirido en la montaña, el rezo diario del Rosario: “Me doy cuenta que es como un escudo que tengo, un amortiguador. En la montaña rezábamos el rosario todos los días y teníamos una gran calidad de vida a pesar de lo difícil que lo pasábamos, pero en el día a día te olvidas de eso. Sólo te acuerdas de Dios en los momentos difíciles. Entonces decidí vivir como vivíamos en la montaña, con esa conexión permanente, y lo estoy disfrutando mucho”.
Lara Salinas, especial para Clarín
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Fuente: Titulares.com