Roberto Calasso fue uno de los maitres-à-penser Los imprescindibles de Europa: novelista, ensayista, crítico, director de Adelphi, una de las editoriales más prestigiosas del mundo. Como autor, Calasso, como Borges, como George Steiner, confeccionó libros deslumbrantes con los elementos más diversos posibles; así, por ejemplo, una reflexión sobre los sacrificios rituales podría contener muy efectivamente a Goethe, los autores védicos, Emily Dickinson, los poetas aztecas, Freud, Simone Weil y Napoleón III. Más allá de las banales convenciones de nacionalidades, escuelas, épocas, Calasso logró hacer que los espectros que invocaba hablaran entre sí como antepasados a los que podemos plantear las preguntas esenciales: ¿quiénes somos? ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Qué podemos aprender? En días como estos de activa degradación de la cultura y perversa censura académica, voces como la de Calasso son de lectura obligada.
Calasso no era un mero coleccionista de becas, por notable que fuera su museo imaginario. Se aseguró de escudriñar sus textos, sacó fuentes, exhumó glosas y comentarios, comparó lecturas anteriores. Según el Talmud, cada pasaje de la Torá tiene cuarenta y nueve pasos de significado (ese fue el título que Calasso le dio a una de sus colecciones de ensayos). Para Calasso, esta estrategia interpretativa también era adecuada para cualquier texto que le llamara la atención: el cuarenta y nueve era un número que representaba el infinito. «Le storie non vivono mai solitarie: sono rami di un familia -escribió- che occorre risalire all’indietro y en avanti”.
Se podría afirmar que para Calasso toda lectura literaria era alegórica, ya que se advierte que el texto desarrolla una narrativa cuyo significado está fuera de la narrativa misma. Goethe –y más tarde Flaubert y Croce y Borges- impugnaron la alegoría como un “error estético” (en palabras de Borges) y en su lugar se pronunciaron por el uso de símbolos. Chesterton defendió la alegoría comparándola, de manera muy poco convincente, con una señal de ferrocarril. Benjamín restauró la gracia de la alegoría por su «valor primordial». Calasso estaba feliz de aceptar todos estos argumentos. Escribió: “No hay una distinción tajante entre símbolo y alegoría, porque la alegoría es lo simbólico en sí mismo, pero desordenado, muerto de hipertrofia. Despojada de cualquier traducción significativa, la alegoría trabaja en nosotros en el reino puro de la imagen, devuelve su condición antigua y peligrosa a lo simbólico, como un espejo oscuro a través del cual el lector ve un sol cegador. «En la alegoría», dijo Calasso, «el escritor es testigo de esta escena».
Calasso fue el testigo supremo, de los mitos de la antigua Grecia (La boda de Cadmus y Harmony Y La literatura y los dioses) a las diversas literaturas de Europa (La ruina de Kasch, K., La locura que viene de las ninfas, El Tiepolo rosa, La Folie Baudelaire) a los textos védicos de la India (Incendio, Ka). Según Calasso, podría ser que para nosotros, que estamos a finales del siglo XXI, los mitos de Grecia y la India, sea imposible inventar una historia. No sabemos dónde buscar el lugar donde los dioses nos hablan para inspirarnos: “Gli dèi abitano là dove semper hanno abitato. Ma sulla terra si sono perdute certe indicazioni che si possedevano su quei luoghi. O non si sa più ritrovarle in vecchi fogli abbandonati e dispersi”. Cualesquiera que sean las circunstancias y los personajes, el escenario y la entonación, nuestras ficciones parecerán glosas de los mitos primordiales. Prolongamos las historias o rastreamos las causas, agregamos páginas al principio o al final, pero el corazón de la historia ya está contado. Inventamos (creemos inventar) secuelas y precuelas, versiones, variaciones, modificamos y traducimos, pero esencialmente esas mitologías originales lo contienen todo, incluso cuando han sido archivadas u olvidadas: “Un mito es una biforcazione en un ramo de un inmenso albero. Por capirlo hay una cierta percepción del albero interior y le di un número alto de los biforcazioni que vi si celano. Quell’albero non c’è più da lungo tempo, asce ben affilate l’hanno abbattuto”, Escribió Calasso. Y dado que volver a contar es repensar, replantar el alberi abattuti, los árboles caídos, Calasso se encargó de repensar los textos esenciales para nosotros.
En cada parte del inmenso centon de Calasso se escucha el eco narrativo de una primera persona del singular, alguien capaz de ver los hilos infinitesimales en los jirones del tapiz de la historia con tanta claridad como vemos una carretera en un mapa. En las exploraciones clásicas de la historia, los ojos que ven la figura y el molde pertenecen a los muertos (en Virgilio, en Dante) oa la divinidad (en la Biblia, en los Vedas). Para Calasso, la mirada del lector debería ser suficiente, y fue él, Calasso, quien siguió los hilos del pensamiento desde el pasado lejano hasta nuestro presente. Podría haber hecho suya la confesión de Monsieur Teste: “La bêtise n’est pas mon fort«,» La estupidez no es mi fuerte. «Extrañaremos dolorosamente su inteligencia.
(Traducción de Pablo Gianera)
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Fuente: lanacion.com.ar