El primer paso para montar una máquina suele ser el diseño: cómo queremos que sea la máquina, dónde debe ir cada pieza. Si el proyecto se basa en un organismo vivo, el enfoque estará en imitar una funcionalidad de ese ser. Inspirándonos en el vuelo de los pájaros, inventamos los aviones. Interesados en el poder de locomoción de los caballos, creamos vehículos terrestres. Con curiosidad por la memoria del cerebro y la capacidad de pensar, creamos computadoras. Nuestra necesidad de planificación surge del hecho de que las computadoras, los automóviles y los aviones no se ensamblan solos.
Sin embargo, las aves, los caballos y los cerebros no necesitan la planificación humana para existir. Esta observación sugiere un nuevo paradigma de construcción tecnológica: autoensamblaje y autoinnovación. Las alas de un pájaro, por ejemplo, se ensamblan solas, ya que desarrollan la forma exacta para el vuelo del pájaro sin un diseño humano que anticipe el orden de los huesos, los músculos y las plumas. La capacidad de volar es también un ejemplo de autoinnovación, dado que los primeros organismos unicelulares de la Tierra no tenían las estructuras fisiológicas para hacerlo. Dominar una parte de esta sofisticada tecnología de autoensamblaje y autoinnovación del mundo viviente requería avances científicos.
En 2018, Frances H. Arnold fue reconocida con el Premio Nobel de Química por haber descubierto la llamada evolución dirigida de las enzimas, incluida la producción de ejemplos sin precedentes en el mundo biológico. Esto significa manipular los principios evolutivos que permiten la autoinnovación. Así, es posible inducir a organismos vivos (bacterias) a construir máquinas moleculares (enzimas) de interés humano; por ejemplo, biocatalizadores que reemplazan a sus equivalentes industriales más tóxicos. En 2020, fue el turno de Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna de recibir el Nobel, también de química, por descubrir un método de edición genómica utilizando el sistema inmunitario de las bacterias. Las tijeras moleculares encontradas por los investigadores permiten controlar los procesos de autoensamblaje de las células vivas y, quién sabe, abren el camino a nuevas terapias contra el cáncer y para la cura de enfermedades hereditarias.
La siguiente fase del cambio de paradigma atrae no solo a los químicos sino también a los físicos. Una limitación de la tecnología de autoensamblaje es el uso, desde el principio, del código genético y otros mecanismos bioquímicos que han evolucionado durante unos tres mil millones de años. ¿Cómo se autoorganizaron este código genético y los primeros procesos bioquímicos, teniendo sólo moléculas más simples como recurso inicial? La pregunta pretende ser más amplia que una búsqueda del origen de la vida. La idea es descubrir una variedad de máquinas autoensamblables, autorreparables, adaptables y, si es posible, autoinnovadoras, a partir de abundantes componentes básicos. El objetivo es aprender los principios físicos generales que resultaron en la transición de la materia inanimada a la viva. En otras palabras, el desafío es encontrar tecnologías inspiradas en el surgimiento de la vida.
Mientras que los químicos investigan la apariencia de un comportamiento similar al de los organismos vivos en agregados de moléculas, los físicos quieren probar sistemas aún más diversos: fotones, electrones, átomos y objetos macroscópicos. En 2015, Dilip Kondepudi lideró un experimento ilustrativo en esta línea. Reunió una docena de esferas metálicas milimétricas sumergidas en un aceite viscoso. El equipo de investigadores demostró que, si una corriente eléctrica generada por una fuente externa pasaba a través de estas esferas, se organizaban en forma de gusanos y se movían como tales. Los gusanos de metal también se desplazaron hacia la fuente de energía, recordándonos la intencionalidad de un ser vivo en su búsqueda de una fuente de alimento. En este sentido, el experimento puede interpretarse como una especie de metabolismo creado por sí mismo. El sistema aún se curaba de forma autónoma en respuesta a lesiones mecánicas. Si bien demuestran un autoensamblaje inspirado en los seres vivos, experimentos como este aún no presentan innovaciones espontáneas como las que dan lugar a nuevas especies biológicas.
En el frente teórico, hay hipótesis y modelos prometedores en debate. También en 2015, el físico Jeremy England propuso el concepto de adaptación disipativa, un principio termodinámico para describir cómo la materia, cuando se alimenta de ciertas fuentes de energía, puede volverse tan organizada y compleja como las partículas que forman la célula de una bacteria o el cuerpo. de un pájaro Se sabe que cuando se interrumpe el suministro de energía externa a cualquier sistema físico, ya sea una máquina o un ser vivo, la tendencia es que este sistema alcance el llamado equilibrio termodinámico, estado de la materia que mejor describe el aire inerte. en una habitación cerrada que el viento que entra por una ventana abierta. Si un organismo está en un estado de equilibrio térmico, ciertamente no está vivo. Pero cuando un sistema es excitado por fuerzas externas y recibe energía capaz de sacarlo del equilibrio, pueden ocurrir fenómenos excepcionales. En particular, los átomos pueden participar en los movimientos internos que caracterizan a un sistema vivo. El reto sigue siendo refinar las hipótesis y modelos actuales y confrontarlos con la práctica.
Las tecnologías inspiradas en la transición de la materia no viva a la viva son una idea audaz con el potencial de hacer avanzar la ciencia fundamental. Si podemos lograrlos o no, esa es la cuestión.
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Daniel Valente es físico y profesor de la Universidad Federal de Mato Grosso (UFMT).
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Fuente: uol.com.br